En las últimas décadas, Veracruz se convirtió en un paraíso de la impunidad. Los ciudadanos e, incluso, los líderes de opinión y los periodistas habíamos dejado en el olvido las herramientas más eficaces de la denuncia.
Nadie se atrevía a hacer públicos los reclamos y los señalamientos, agobiados por el cinismo con que el Estado solapaba a funcionarios corruptos, a líderes amparados en siglas o fueros constitucionales para salvar el pellejo cuando eran señalados penalmente por sus víctimas, a periodistas que se parapetaban tras la amenaza y el chantaje para gozar de las mieles del presupuesto y evitar la acción de la justicia, a ladrones irrefutables que despachaban en oficinas públicas y a delincuentes con patente de corso que circulaban libremente por nuestras ciudades asaltando, secuestrando o asesinando a inocentes.
En un juego de espejos, con cola que les pisaran, los encargados de poner orden y aplicar la justicia preferían mantenerse al margen, solapar a delincuentes reconocidos y negociar políticamente con los rescoldos de una sociedad atemorizada por la total indefensión.
Ello ha moldeado a una sociedad veracruzana que, o ha preferido mantener la boca cerrada ante las injusticias o, en el peor de los casos, ha buscado incrustarse en los beneficios de la simulación y la corrupción generalizada, sea para recibir beneficios mal habidos o para incorporarse al complejo entramado del delito como una de las formas más seguras para sobresalir.
Para nadie es un secreto que en el sexenio precedente todo se hizo con tanta desvergüenza que ni el gobierno federal pudo entrar a ejercitar acción persecutoria alguna para detener una espiral de violencia y delincuencia a todo nivel que nos ha colocado en una situación sumamente vulnerable, no solo en el aspecto financiero sino en el plano de los valores más básicos para la convivencia social.
¿Todo sigue igual?
Puedo decir a mis hipotéticos lectores que soy el primero en saltar, como movido por un resorte, cuando me entero por las redes sociales de balaceras en Veracruz, Xalapa u otra ciudad del solar veracruzano.
Cuando me preguntan si estoy de acuerdo en que el gobierno veracruzano se sume con tanta convicción a la cruzada contra la delincuencia organizada, yo contesto que lo que está ocurriendo en las calles tiene muchos años que sucede.
La diferencia es que hoy no hay un gobernador que sale a la palestra a decirnos que eso no es cierto, que el estado está en paz, que los cuerpos hallados en calles y campos los trajeron de otros estados para crear confusión, que somos mentirosos, que no debemos sentir temor aunque nos estén apuntando con una pistola.
A Javier Duarte de Ochoa se le ha estigmatizado por el peso del pasado. Cualquier persona ha preferido imaginar que las cosas en la política seguirían, con él, el mismo derrotero. Nada tan alejado de la realidad: a cada balacera, a cada persecución protagonizada por militares, policías y delincuentes, el gobernador ha salido a informarnos del fondo y el saldo de tales acciones.
Y no solo eso. Desde el inicio de su gestión, fue inflexible a la hora de meter a la cárcel a exalcaldes que alegremente se llevaron a casa lo que es colectivo.
Cada día, un personaje público –periodista o político poderoso– está siendo llevado a tribunales.
La semana pasada, un pederasta cobijado tras las siglas del PRD, el exdiputado Celestino Rivera Hernández, fue hallado flagrantemente en el acto de violar a un menor de edad y metido a la cárcel; en el anterior sexenio, fue exonerado de un caso evidente y probado de violación contra una indígena de 14 años, con la complicidad oficial y de su partido.
Un personaje priista, Pablo Pavón Vinales, quien fuera poderoso dirigente petrolero, fue detenido por la AVI como presunto culpable de los delitos de fraude y desvío de recursos. Antes, varios periodistas fueron llamados a cuentas por diversos delitos.
El mensaje es claro: la impunidad no será, ya, ingrediente de la política. Más valdría recuperar la capacidad de reclamo y de denuncia, antes que objetar a mansalva, por sistema.
De la desaparición de la policía intermunicipal en Xalapa, Banderilla y Tlalnehuayocan, solo falta que se hagan públicas las causas, y no solo la de que se busca una policía de mando único, porque detrás de los más de 800 policías despedidos hay el mismo número de familias que se quedarán sin el salario de sus principales sostenes.
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