Puente Misantla (Foto: Jorge Parra) |
Las copiosas lluvias dejadas por los
fenómenos meteorológicos recientes, como el huracán Ingrid, que nos ha mantenido a resguardo
desde la semana pasada, han mostrado la enorme vulnerabilidad de todas las
regiones veracruzanas. Ahí donde los ríos y arroyos de respuesta rápida han
llevado a la bancarrota a pequeños negocios y ha dejado sin mobiliario a los
pobladores, también se han resentido graves pérdidas en la agricultura y la
ganadería y, lo peor, ha sepultado a más de dos decenas de personas bajo
toneladas de rocas, lodo y agua.
Aunque se alaba la efectividad del
sistema estatal de protección civil, lo cierto es que en algunas regiones,
particularmente en las áreas de San Rafael y Misantla, se reprocha a los
gobiernos estatal y municipales la ausencia de alertas oportunas para que la
población pusiera a buen resguardo sus pertenencias por los efectos de la
tormenta tropical Fernand; de hecho, cuando se dieron cuenta los pobladores, la
fuerza del agua y el lodo había borrado en horas de la madrugada años de
esfuerzos en casas y negocios.
Muchos alcaldes ven con desdén sus
obligaciones públicas y prefieren disfrutar los recursos del erario a unos
meses de dejar las mieles del poder. En la mayoría de los municipios, sus
habitantes tienen que vérselas solos para enfrentar los desastres y han optado
por utilizar las redes sociales para avisarse mutuamente las previsiones
meteorológicas, así como para llevar a cabo las acciones solidarias para
defenderse de los efectos que dejan las lluvias.
Veracruz enfrenta, ciertamente, los
efectos de la devastación que ha resentido la naturaleza. Durante décadas se
han explotado sin control los bosques en las cuencas de los ríos, la mayoría de
los cuales tienen saturados de tierra sus cauces y no ha habido una sola
política pública de gran envergadura que permita no solo desazolvar a medias
algunas áreas sino abrir las embocaduras de dichos ríos cuando salen al Golfo
de México.
Para mayor desgracia, el Gobierno del
Estado sigue sufriendo la grave escasez de recursos, derivada del expolio a que
fueron sometidas las arcas públicas durante los más recientes gobiernos,
particularmente el que encabezó Fidel Herrera Beltrán, quien no solo no dejó un
quinto en la hacienda estatal sino, por el contrario, dejó una deuda
prácticamente inmanejable que, a más de dos años, sigue teniendo atado de manos
a la actual administración.
LA
POLÍTICA, EL MAYOR DESASTRE
Tanto en la entidad como en el país, la
politización de los asuntos prioritarios para nuestro desarrollo ha dado al
traste con cualquier tentativa de progreso. La secuencia de los procesos
electorales ha llevado a la simulación, a priorizar la compra de conciencias
mediante la reserva de políticas y acciones indispensables pero políticamente
riesgosas, a evitar la aplicación de la ley si con ello se logra la adhesión en
las urnas de quienes la infringen, a utilizar alegremente los recursos públicos
a favor del partido en el poder y del sometimiento de los partidos y dirigentes
sociales que lo respaldan.
Así, no hay dinero que alcance para hacer
lo que la entidad necesita. Tampoco, voluntad política para revertir los
efectos de la naturaleza que se ceba con quienes la hemos destruido, para
evitar los miles de desastres familiares, los duelos que se repiten con cada
fenómeno meteorológico, el terror a perderlo todo tan pronto nos enteramos que
una depresión tropical amenaza con chocar en nuestros litorales.
Y es que, a diferencia de hace algunas
décadas, no hace falta el impacto frontal de un huracán en nuestro territorio
para esperar lo peor. Una tempestad aislada o un aguacero duradero son
suficientes para que los ríos y arroyos se desborden y se lleven nuestras
pertenencias, destruyan nuestros sembradíos, acaben con nuestra ganadería,
destruyan nuestros caminos y puentes, hagan inservibles nuestras escuelas o
desaparezca moniliario y equipo de clínicas de por sí miserables e
ineficientes.
¿QUÉ
NOS DEPARA EL FONDEN?
Prácticamente, nada. Sin una contraloría
social que permita ejercer una vigilancia puntual a la aplicación de los
recursos derivados de la declaratoria de desastre natural, nunca se sabe si
llegaron de la Federación, en qué monto y para qué acciones.
Por todos los rumbos de la entidad,
decenas de miles de damnificados de huracanes como el Karl hace 3 años siguen
preguntándose de qué manera se les iba a apoyar y han debido salir de sus
desgracias sin ayuda de nadie; caminos y puentes destruidos siguen como
banderas de la corrupción de los últimos años de gobierno, sin ser reparados;
pequeños empresarios que han debido abandonar sus negocios y dedicarse a
empleos mal pagados.
Para colmo, los funcionarios estatales,
como los actuales, engañan con la monserga de que para la agricultura y la
ganadería, las lluvias han sido benéficas; que se ha movilizado maquinaria para
remediar los daños en caminos y puentes, aunque solo lo hagan en aquellos
indispensables para la circulación estatal, pero no para los pequeños poblados
que han regresado un siglo, a cuando no tenían vías de comunicación para sacar
su producción y, en muchos casos, ni para el tránsito de personas.
Lo más grave sucede cuando se han perdido
vidas humanas. Es cierto que la nueva ley de estatal Protección Civil prevé la
prohibición de construir desarrollos urbanos en áreas de riesgo e, incluso,
contempla sanciones para quienes promuevan esos asentamientos o para las
autoridades que, con la dotación de servicios públicos o el reconocimiento de
la legalidad de los poblamientos, permitan el arraigo de miles de necesitados
de vivienda en lugares donde corren permanente peligro de ser afectados por
cualquier aguacero.
Por desgracia, no hay una política
pública destinada a la creación de reservas territoriales seguras para
propiciar asentamientos humanos legales y seguros, con posibilidad de dotarles
de los servicios públicos indispensables sin necesidad de erogaciones
multimillonarias. Si esto no ocurre en las grandes ciudades de la entidad,
mucho menos en pequeños poblados y comunidades, donde el crecimiento
demográfico ha obligado a miles de veracruzanos a levantar sus precarias viviendas
en o bajo cerros que en cualquier momento pueden ser su sepultura, como en
menos de un mes ha ocurrido en los municipios de Tuxpan, Yecuatla y Altotonga.
Lo más grave es que, con ello, Veracruz
va perdiendo aliento. La ya de suyo pobre infraestructura urbana y de
comunicaciones se va destruyendo y, en contrapartida, no hay obra nueva que
permita tener la ilusión de que vamos progresando.
Al
menos como ejercicio interno de evaluación, si no se quiere prodigar datos que
sirvan para calificar su grado de ineficiencia, los gobiernos federal y
estatales, incluso desde la base municipal, debieran construir indicadores que
permitan determinar los efectos negativos de cada uno de los fenómenos
destructivos, sean meteorológicos o de otra índole, que permitan definir
políticas públicas orientadas a restablecer las condiciones básicas en materias
tales como equipamiento urbano, infraestructura de comunicaciones, servicios
públicos (agua, luz, drenaje, vialidad urbana), educación, salud, desarrollo
económico y producción primaria, para restablecer en un tiempo perentorio los
grados de bienestar de la población afectada.
Es
común observar tanto a las instancias de gobierno como a las organizaciones
filantrópicas y la sociedad civil, realizar acciones a tontas y a locas a favor
de los damnificados, sin atacar adecuadamente aquellas áreas de mayor impacto,
sea porque fueron los más afectados o porque se requieren para reactivar la
economía.
Y
es que la desgracia dura meses e, incluso, años. Los afectados por un desastre
natural no son solo los que sufren la inundación de sus viviendas sino también
aquellos que, sin haber tenido esa calamidad, se quedan sin empleo, no logran
vender sus mercancías, tienen anegados sus sembradíos y perdieron la cosecha o
se retrasará el corte de sus productos, o están intransitables sus pastizales y
han perdido su ganado, y quienes vieron cómo el agua destruyó su comercio o su
pequeña industria.
Pasan
semanas e, incluso, meses, y muchos deben emigrar para obtener la alimentación
de sus familias. El otorgamiento de despensas sirve de poco si no tienen estufa
y enseres domésticos; las cocinas militares apaciguan el hambre en los momentos
más críticos de la desgracia, pero no pueden dar el servicio más allá de la
contingencia.
De
poco sirve la acción de los consejos de protección civil si no se reactiva la
economía, se restablecen las vías de comunicación, se otorgan créditos blandos
para recuperar los negocios o los sembradíos, si no se llevan a cabo programas
emergentes de empleo temporal para que circule el dinero y se recuperen las
comunidades.
Además,
la información sobre los efectos nocivos de las catástrofes naturales serviría
para elaborar programas específicos de remediación, mediante la reorientación
del gasto público originalmente destinado a otros programas, para atender la
emergencia, no desde el punto de vista filantrópico de dar techo y comida en lo
que dura la inundación, sino para que se logren levantar los veracruzanos
afectados.
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