martes, 17 de septiembre de 2013

Un Veracruz extremadamente vulnerable

Puente Misantla (Foto: Jorge Parra)
Las copiosas lluvias dejadas por los fenómenos meteorológicos recientes, como el huracán Ingrid, que nos ha mantenido a resguardo desde la semana pasada, han mostrado la enorme vulnerabilidad de todas las regiones veracruzanas. Ahí donde los ríos y arroyos de respuesta rápida han llevado a la bancarrota a pequeños negocios y ha dejado sin mobiliario a los pobladores, también se han resentido graves pérdidas en la agricultura y la ganadería y, lo peor, ha sepultado a más de dos decenas de personas bajo toneladas de rocas, lodo y agua.

Aunque se alaba la efectividad del sistema estatal de protección civil, lo cierto es que en algunas regiones, particularmente en las áreas de San Rafael y Misantla, se reprocha a los gobiernos estatal y municipales la ausencia de alertas oportunas para que la población pusiera a buen resguardo sus pertenencias por los efectos de la tormenta tropical Fernand; de hecho, cuando se dieron cuenta los pobladores, la fuerza del agua y el lodo había borrado en horas de la madrugada años de esfuerzos en casas y negocios.

Muchos alcaldes ven con desdén sus obligaciones públicas y prefieren disfrutar los recursos del erario a unos meses de dejar las mieles del poder. En la mayoría de los municipios, sus habitantes tienen que vérselas solos para enfrentar los desastres y han optado por utilizar las redes sociales para avisarse mutuamente las previsiones meteorológicas, así como para llevar a cabo las acciones solidarias para defenderse de los efectos que dejan las lluvias.

Veracruz enfrenta, ciertamente, los efectos de la devastación que ha resentido la naturaleza. Durante décadas se han explotado sin control los bosques en las cuencas de los ríos, la mayoría de los cuales tienen saturados de tierra sus cauces y no ha habido una sola política pública de gran envergadura que permita no solo desazolvar a medias algunas áreas sino abrir las embocaduras de dichos ríos cuando salen al Golfo de México.

Para mayor desgracia, el Gobierno del Estado sigue sufriendo la grave escasez de recursos, derivada del expolio a que fueron sometidas las arcas públicas durante los más recientes gobiernos, particularmente el que encabezó Fidel Herrera Beltrán, quien no solo no dejó un quinto en la hacienda estatal sino, por el contrario, dejó una deuda prácticamente inmanejable que, a más de dos años, sigue teniendo atado de manos a la actual administración.

LA POLÍTICA, EL MAYOR DESASTRE

Tanto en la entidad como en el país, la politización de los asuntos prioritarios para nuestro desarrollo ha dado al traste con cualquier tentativa de progreso. La secuencia de los procesos electorales ha llevado a la simulación, a priorizar la compra de conciencias mediante la reserva de políticas y acciones indispensables pero políticamente riesgosas, a evitar la aplicación de la ley si con ello se logra la adhesión en las urnas de quienes la infringen, a utilizar alegremente los recursos públicos a favor del partido en el poder y del sometimiento de los partidos y dirigentes sociales que lo respaldan.

Así, no hay dinero que alcance para hacer lo que la entidad necesita. Tampoco, voluntad política para revertir los efectos de la naturaleza que se ceba con quienes la hemos destruido, para evitar los miles de desastres familiares, los duelos que se repiten con cada fenómeno meteorológico, el terror a perderlo todo tan pronto nos enteramos que una depresión tropical amenaza con chocar en nuestros litorales.

Y es que, a diferencia de hace algunas décadas, no hace falta el impacto frontal de un huracán en nuestro territorio para esperar lo peor. Una tempestad aislada o un aguacero duradero son suficientes para que los ríos y arroyos se desborden y se lleven nuestras pertenencias, destruyan nuestros sembradíos, acaben con nuestra ganadería, destruyan nuestros caminos y puentes, hagan inservibles nuestras escuelas o desaparezca moniliario y equipo de clínicas de por sí miserables e ineficientes.

¿QUÉ NOS DEPARA EL FONDEN?

Prácticamente, nada. Sin una contraloría social que permita ejercer una vigilancia puntual a la aplicación de los recursos derivados de la declaratoria de desastre natural, nunca se sabe si llegaron de la Federación, en qué monto y para qué acciones.

Por todos los rumbos de la entidad, decenas de miles de damnificados de huracanes como el Karl hace 3 años siguen preguntándose de qué manera se les iba a apoyar y han debido salir de sus desgracias sin ayuda de nadie; caminos y puentes destruidos siguen como banderas de la corrupción de los últimos años de gobierno, sin ser reparados; pequeños empresarios que han debido abandonar sus negocios y dedicarse a empleos mal pagados.

Para colmo, los funcionarios estatales, como los actuales, engañan con la monserga de que para la agricultura y la ganadería, las lluvias han sido benéficas; que se ha movilizado maquinaria para remediar los daños en caminos y puentes, aunque solo lo hagan en aquellos indispensables para la circulación estatal, pero no para los pequeños poblados que han regresado un siglo, a cuando no tenían vías de comunicación para sacar su producción y, en muchos casos, ni para el tránsito de personas.

Lo más grave sucede cuando se han perdido vidas humanas. Es cierto que la nueva ley de estatal Protección Civil prevé la prohibición de construir desarrollos urbanos en áreas de riesgo e, incluso, contempla sanciones para quienes promuevan esos asentamientos o para las autoridades que, con la dotación de servicios públicos o el reconocimiento de la legalidad de los poblamientos, permitan el arraigo de miles de necesitados de vivienda en lugares donde corren permanente peligro de ser afectados por cualquier aguacero.

Por desgracia, no hay una política pública destinada a la creación de reservas territoriales seguras para propiciar asentamientos humanos legales y seguros, con posibilidad de dotarles de los servicios públicos indispensables sin necesidad de erogaciones multimillonarias. Si esto no ocurre en las grandes ciudades de la entidad, mucho menos en pequeños poblados y comunidades, donde el crecimiento demográfico ha obligado a miles de veracruzanos a levantar sus precarias viviendas en o bajo cerros que en cualquier momento pueden ser su sepultura, como en menos de un mes ha ocurrido en los municipios de Tuxpan, Yecuatla y Altotonga.

Lo más grave es que, con ello, Veracruz va perdiendo aliento. La ya de suyo pobre infraestructura urbana y de comunicaciones se va destruyendo y, en contrapartida, no hay obra nueva que permita tener la ilusión de que vamos progresando.

¿Cuándo se recuperará la normalidad en cientos de comunidades afectadas? El tiempo la sanará, junto con el esfuerzo de los afectados.

¿CÓMO MEDIR EL RETROCESO?

Al menos como ejercicio interno de evaluación, si no se quiere prodigar datos que sirvan para calificar su grado de ineficiencia, los gobiernos federal y estatales, incluso desde la base municipal, debieran construir indicadores que permitan determinar los efectos negativos de cada uno de los fenómenos destructivos, sean meteorológicos o de otra índole, que permitan definir políticas públicas orientadas a restablecer las condiciones básicas en materias tales como equipamiento urbano, infraestructura de comunicaciones, servicios públicos (agua, luz, drenaje, vialidad urbana), educación, salud, desarrollo económico y producción primaria, para restablecer en un tiempo perentorio los grados de bienestar de la población afectada.

Es común observar tanto a las instancias de gobierno como a las organizaciones filantrópicas y la sociedad civil, realizar acciones a tontas y a locas a favor de los damnificados, sin atacar adecuadamente aquellas áreas de mayor impacto, sea porque fueron los más afectados o porque se requieren para reactivar la economía.

Y es que la desgracia dura meses e, incluso, años. Los afectados por un desastre natural no son solo los que sufren la inundación de sus viviendas sino también aquellos que, sin haber tenido esa calamidad, se quedan sin empleo, no logran vender sus mercancías, tienen anegados sus sembradíos y perdieron la cosecha o se retrasará el corte de sus productos, o están intransitables sus pastizales y han perdido su ganado, y quienes vieron cómo el agua destruyó su comercio o su pequeña industria.

Pasan semanas e, incluso, meses, y muchos deben emigrar para obtener la alimentación de sus familias. El otorgamiento de despensas sirve de poco si no tienen estufa y enseres domésticos; las cocinas militares apaciguan el hambre en los momentos más críticos de la desgracia, pero no pueden dar el servicio más allá de la contingencia.

De poco sirve la acción de los consejos de protección civil si no se reactiva la economía, se restablecen las vías de comunicación, se otorgan créditos blandos para recuperar los negocios o los sembradíos, si no se llevan a cabo programas emergentes de empleo temporal para que circule el dinero y se recuperen las comunidades.

Además, la información sobre los efectos nocivos de las catástrofes naturales serviría para elaborar programas específicos de remediación, mediante la reorientación del gasto público originalmente destinado a otros programas, para atender la emergencia, no desde el punto de vista filantrópico de dar techo y comida en lo que dura la inundación, sino para que se logren levantar los veracruzanos afectados.